EL COMERCIAL DE RAMOS
(Por Juan Carlos de Pablo - Economista y ex-alumno)


Por haber aprobado el examen de ingreso (matemáticas y castellano, por escrito), aunque con puntaje sólo un poco mayor que el necesario, en marzo de 1956 comencé mi educación secundaria en la Escuela Nacional Superior de Comercio de Ramos Mejía o, como le decía todo el mundo, el "Comercial de Ramos". Para prepararme para dicho examen, mi vieja me mandó algunas mañanas a la casa de la china Lorenza, quien en ese momento vivía en otra de las “mil casitas” (miss Li, como la conocían sus alumnas de inglés, fue quien -como ya relaté- años más tarde a Any y a mí nos recibió en su casa de Queens, cuando llegamos a los Estados Unidos por primera vez).

[Tengo, aunque borroso, el recuerdo de que, luego de conocidos los resultados, volvimos con mi mamá a hablar con Lorenza. Algún comentario sobre el puntaje le debe haber hecho mi vieja, porque mi recuerdo es que Lorenza, con su voz potente, dijo algo así como que lo importante era aprobar.]

¿Por qué al comercial? Cursé la escuela secundaria comercial por 2 razones, una socioeconómica y otra personal. La razón socioeconómica fue que, en los planes de mi familia, mi educación formal terminaba en la escuela secundaria. Consecuentemente, como perito mercantil (título de la escuela comercial) podría "labrarme un porvenir", dado que el título de bachiller (el que otorga la escuela nacional) sólo tenía sentido si uno iba a ir a la universidad. La alternativa de la escuela industrial ni debe de haber aparecido en los pensamientos familiares. La razón personal fue que mi tío Paco, de gran influencia en las decisiones de mi familia, dijo refiriéndose a mí, "éste es bueno para los números".

¿Por qué al Comercial de Ramos? Viviendo en Liniers, lo lógico era ir al comercial de Ramos Mejia. La prueba es que todos los que en Liniers iban al comercial, iban al de Ramos Mejia (aunque muy pocos de mis compañeros fueron conmigo a Ramos. Sólo recuerdo a Raúl Barba y a Daniel Mc Kay). Era lógico ir al Comercial de Ramos Mejia porque era el que quedaba más cerca, porque tenía fama (bien merecida) de muy bueno, y además porque como viajábamos "contra la corriente", íbamos cómodamente en los trenes (en el oeste los asalariados, a las 7 de la mañana, viajan de Moreno a Once). El ferrocarril vendía el "abono estudiantil" a todos aquellos que pudiéramos acreditar tal carácter haciendo firmar todos los meses un certificado en el colegio.

[Ningún familiar me acompañaba hasta la estación, y menos aún viajaba conmigo de Liniers a Ramos Mejía. Pero para verificar si yo tomaba el tren en movimiento, un día mi tía Josefina me siguió hasta la estación. Con tan mala suerte para ella que, antes de subir al tren, la descubrí espiándome detrás de una columna. Fui y la saludé antes de subir al tren, lo cual no creo que le haya hecho ninguna gracia.

Mi familia me cuidaba, sin advertir que en dicha protección se les iba la mano. Estando ya en la escuela secundaria, un día de lluvia tuve que ir a la estación a renovar el abono. Una de mis tías "me prestó" sus botas de lluvia, blancas y de taco alto (en ese momento todavía usaba pantalones cortos). Claramente yo prefería mojarme a pasar vergüenza. Pasé vergüenza, porque me di cuenta que la gente se dio cuenta.]


Desde el punto de vista edilicio el comercial de Ramos era mucho peor que el colegio donde cursé la escuela primaria (una parte de las instalaciones fue luego remodelada). Ubicado a una cuadra de la estación, sobre la calle French, se compone de un par de edificios centrales (2 mansiones, originalmente, que en la segunda mitad de la década de 1950 mostraban el efecto de muchos años de uso intenso y falta de mantenimiento), uno de ellos dedicado a la administración, y aulas ubicadas -sólo en planta baja- sobre el perímetro externo del colegio. Por falta de espacio, en el aula diseñada para funcionar como laboratorio se dictaba clase como en otro salón cualquiera.

Entre los edificios centrales y las aulas había un patio, sin ninguna protección contra el sol y la lluvia. Dentro del patio, en un pequeño local de madera pintado de gris, junto a la puerta del baño, funcionaba un quiosco que vendía panchos, galletitas, gaseosas, etc. (sobre cómo reaccionábamos los alumnos a los "abusos monopólicos" del concesionario del quiosco, voy a hablar más tarde). A la salida, vendedores ambulantes vendían churros.

El colegio no tenía campo de deportes. Una vez por semana íbamos a un centro deportivo ubicado en las afueras de Ciudadela, donde aprendí a jugar al softball. Como el ómnibus del ministerio de educación sólo nos llevaba a la ida, el regreso se hacía "a dedo", a pesar de que había ómnibus de línea (¿qué gracia tenía viajar pagando?). De estas vueltas "a dedo" recuerdo el siguiente episodio: pasó un camión y uno de mis compañeros le gritó: "Adiós don Roberto" (el nombre es para ejemplificar). El conductor, creyendo que lo había saludado un conocido, frenó. Entonces el que lo había saludado le pidió que nos llevara, a lo cual él accedió. Mientras viajábamos en la parte posterior del camión, alguien le preguntó al muchacho que había gritado, de dónde conocía al camionero. "Yo no lo conozco", respondió, "pero en la puerta, fileteado, decía que el camión era de "Roberto X y Cia". Picardía al servicio de la acción concreta.

La mayoría de las aulas eran de material, pero también había algunas de madera. El piso de algunas de ellas estaba más abajo que el del patio, y consecuentemente no se podía dictar clase en días de lluvia (los estudiantes, obviamente, metían agua en dichas aulas, en vez de sacarla). Los bancos, de madera, eran individuales, pero por razones de espacio estaban juntos (3 bancos a cada lado del único pasillo). Había un pizarrón, que estaba mucho más deteriorado que el de mi escuela primaria, pero el profesor no tenía escritorio, y ni siquiera ¡donde sentarse! (la mayoría se quedaba de pie; algunos se sentaban en algún asiento libre, como si fueran un alumno más).

Sobre la puerta de entrada de cada aula había tres conjuntos de números, que indicaban -en cada turno- qué año y qué división funcionaban en dicha aula (así, "12", que se leía "primero segunda", significaba que allí funcionaba la segunda división de primer año). Todas las materias se cursaban en la misma aula, excepto dactilografía, que se dictaba en una sala especial (en esa época "nadie" tenía una máquina de escribir en su casa, de modo que las clases eran, en rigor, trabajos prácticos). Como burdo índice de deserción escolar cabe indicar que en el comercial de Ramos funcionaban -en el turno mañana, de los varones- 5 divisiones en primer año y 3 en quinto (la deserción, en rigor, superaba el 50%, porque en cada división de quinto año había menos alumnos que en cada una de las de primero).

[Entre el turno mañana (varones) y el turno tarde (chicas) había comunicación epistolar, cartitas enganchadas en el pupitre que exaltaban la imaginación de los que escribían y también del resto. La autenticidad de las respuestas no estaba asegurada, porque el comercial de Ramos también funcionaba a la noche, de manera que el "correo" podía ser intervenido.]

En la escuela secundaria, además de profesores y alumnos, hay celadores y celadoras. La tarea del celador es la de mantener razonablemente quietos a los alumnos, hasta que el profesor se hace cargo de la clase, luego del recreo... lo cual implica quedarse con los alumnos durante la hora entera, cuando el profesor falta (el celador, además, pasa lista y retira el libro de temas donde cada profesor indica a qué se va a dedicar en la hora que se inicia). Cuando se trata de mantener bajo control a medio centenar de alumnos secundarios, durante por lo menos una hora, hay grandes diferencias entre unos celadores y otros (en uno de los años el celador era un estudiante de medicina, de apellido Kaplán, que no inspiraba mucho respeto, y que intentaba calmarnos dando clases teóricas de educación sexual). Naturalmente existía el "jefe de los celadores". había una temible jefa, a quien por su peinado llamábamos (entre nosotros) "hacha brava", y que sí lograba imponerse. Cuando un día, antes de que ella diera la orden, al terminar las clases una de las divisiones comenzó a caminar hacia la salida, desde el otro extremo del extenso patio gritó "no se va nadie"; y lo hizo con tal fuerza que dicha división se quedó clavada en el lugar desde donde oyó el grito. Como otro jefe de celadores era petiso, lo apodamos "Topolino" (por el FIAT homónimo); el problema se planteó cuando un alumno, ignorando que se trataba de un apodo, cuando le tuvo que hablar le dijo: "Sr. Topolino...".

El "alma" del Comercial de Ramos, la razón por la cual le estaré eternamente agradecido, eran sus profesores. Y así como desde el punto de vista edilicio el comercial de Ramos dejaba mucho que desear, desde el ángulo del cuerpo de profesores que había en aquella época era de primera (otra vez; si el test de cómo es una escuela secundaria es cómo le va a uno en la universidad, el comercial de Ramos pasa la prueba de manera mucho más que satisfactoria).

Tuve muy buenas profesoras de matemáticas, cuyos apellidos lamentablemente no recuerdo. En quinto ano me enseñó matemática financiera el profesor Lambiase, coautor -con Lascurrain y Roca- de las Tablas usuales, indispensable herramienta antes de la invención de la calculadora de bolsillo. Como consecuencia de esto, la poca matemática que sé la utilizo a pleno, pero más importante es el hecho de que, no solamente no le tengo miedo, sino que me encantaría saber más matemáticas y creo que me divertiría mucho poder enseñar la poca que sé.

Tuve muy buenos profesores de inglés, como Mr. Reynolds y Ms. Fortina. Reynolds, alias "el chivo" según su propia presentación el primer día de clase, debido a que se dejaba crecer la barba en la pera, traía su propio asiento (una especie de bastón que, cuando en su parte superior se separaban dos manijas, dejaban horizontal una tira de cuero de, digamos, diez por 30 cms., con un soporte hasta el piso). Complementé el inglés que recibí en el Comercial de Ramos concurriendo, durante 3 años, al colegio donde asistí a la escuela primaria. Ocurre que allí funcionaba, desde las 18,30, una de las denominadas Universidades Populares Argentinas. Dictaba clases un entusiasta profesor, Rafael A. Díaz, quien fumaba en pipa y vivía en la calle Ibarrola.

[Con este inglés, más el que aprendí leyendo muchas revistas técnicas en el Instituto Torcuato Di Tella, me fui a Harvard... y sobreviví (me ayudó el hecho de que, en mi primer año de estudios, de 8 profesores sólo uno era norteamericano... ¡y dictaba estadística!). La supervivencia en la calle fue más difícil.

De mi profesor de inglés vespertino tengo una anécdota. Un día explicó que los nombres, muchas veces, tienen significados. Entonces le preguntó a una hermosa alumna de origen árabe si su nombre tenía algún significado. La piba, al tiempo que sus mejillas se colorearon, dijo textualmente: "sí, pero no lo puedo decir en público".]

Tuve muy buenos profesores de contabilidad, como Carlos Daverio y José Bove. Bove, quien vivía en el centro, llegaba puntualmente a Ramos Mejía para dar clases en "prehora", es decir, a las 7 de la mañana. Gran fumador, sufrió mucho durante una prolongada huelga de la industria del cigarrillo. Todos sus ejemplos se referían a Luis Magnasco, donde trabajaba como contador.

Malo, pero lo que se dice malo, no tuve ningún profesor en el Comercial de Ramos. Rescato a un hombre bajito, que dictaba taquigrafía en quinto año, que sabía su materia pero no inspiraba respeto. No parecen haberme impresionado mis profesores de castellano (Rial Gullot -alias "Pichicho"- era gracioso, pero no ponía el humor al servicio de la enseñanza). Tengo un "mini rencor" con mis profesores de música y de historia, disciplinas que aprendí a amar... de grande. Mis profesores de botánica, zoología, anatomía, física y merceología utilizaron enfoques totalmente conceptuales, nada experimentales.

Dejé deliberadamente para el final a Pastor Sastre, mi profesor de economía de quinto año. Pero no porque soy economista (como se verá más adelante, llegué a la profesión por un camino algo curioso), sino porque Sastre se ocupó de la formación de cada uno de nosotros. Abogado de profesión, autor de un libro de texto de la materia -uno de cuyos ejemplares conservo, pero que no quiero leer para no desilusionarme-, Sastre nos enseñó a pensar, planteándonos cuestiones y haciéndonos hablar. El método elegido fue tomar de "punto", o de contrapunto, a uno de los alumnos, de apellido Castro, comunista confeso. Los diálogos entre Sastre y Castro constituían un excelente punto de partida para la reflexión. El "contexto" ayudaba, porque en 1959 en Argentina se inauguraba la gestión Frondizi -particularmente su política económica- y en Cuba la de Castro.

Ibamos a clase de riguroso saco y corbata. Dado que, según explicaré, rendí cuarto año libre, tuve 2 conjuntos de compañeros: aquellos con los que compartí los 3 primeros años, y aquellos con los que estudié en 1959. Entre los primeros, de memoria y por orden alfabético, recuerdo a Bendersky (con quien protagonizamos una picardía que relato más adelante), a Boschemeier (que vivía en Moreno, famoso por los sándwiches que traía de su casa), a Juan Capó, a Enrique y Horacio Colombo (el primero, hoy profesional en ciencias económicas, contribuía al sostenimiento de su familia vendiendo globos, los domingos, en la plaza de Morón), a Antonio Luis Covino, a Atilio Feudal (quien, radicado en Bariloche por razones laborales, llegó a intendente de la ciudad), a Ignacio y Roberto González, a Plá, a Raúl Riano (con quien a lo largo de 1958 preparamos cuarto año libre), y a Gerardo Worterboer (quien llegó, en algún momento, a campeón juvenil de tenis y, posteriormente, a capitán de la Copa Davis).

De los segundos conservo una foto, donde también aparecen Pastor Sastre, el jefe de celadores y otro empleado. En el reverso de la foto consigné los siguientes apellidos: Arario, Blanco, Bucossi, Castro, Cuevas, Ferrari, Franco, García, Kurokawa, Montanari, Morfés, Muñoz, Nicolao, Pera, Pereira (con quien, al mudarme a San Antonio de Padua en 1960, interactué mucho), Picardo, Rodríguez, Rossetti, Sánchez, Semmartín, Sottile, Toledo, Tommasi, Troyano, Villanueva, Yamasaki y Zampino.

Se supone que, mientras están en el colegio secundario, los alumnos tienen que hacer travesuras, que les son socialmente permitidas dentro de ciertos límites (mi mujer, profesionalmente, denomina a este período "moratoria social"). A continuación reseño algunas de las travesuras que mis compañeros hicieron en el Comercial de Ramos: 1) entre 1956 y 1959, en Argentina, hubo inflación; consecuentemente, el concesionario del quiosco cada tanto tenía que aumentar los precios. A veces eso provocaba protestas, organizadas por los estudiantes de los años superiores. La protesta consistía en, durante cada uno de los 4 recreos, hacer un semicírculo alrededor del quiosco, impidiendo que alguien comprara. Luego de 2 o 3 días, la "presión" cesaba... y se compraba a los nuevos precios; 2) en el turno mañana la hora extra (la hora sexta) era "prehora", es decir, implicaba asistir a clase entre las 7 y las 7,45 (antes del amanecer, en invierno). A veces algunos graciosos desenroscaban una lámpara, metían una moneda, y volvían a enroscar la lámpara. En algún momento entraba alguien y, buscando encender la luz, hacía saltar los fusibles. Por supuesto que la reparación de los fusibles era imposible hasta que no fuera identificado el portalámpara que tenía la moneda adentro. Consecuentemente se desarrollaba una negociación entre el personal de maestranza, responsable de devolverle la luz al colegio, y los alumnos que sabían dónde estaba la moneda que causaba el problema; 3) algunos -una ínfima minoría- fumaban en los baños, los cuales eran visitados cada tanto y de improviso por alguno de los celadores, y también algunos decían malas palabras, pero muchas menos que hoy (los más audaces decían "boludo"); 4) cada tanto aparecían desinfladas las gomas del auto de algún profesor, y en una ocasión, a una profesora de dactilografía que tenía un "ratón" (autito alemán para 2 personas), los alumnos le pusieron el rodado con la mano entre 2 árboles que estaban muy próximos entre sí, levantándolo en vilo, lo que la obligó a maniobrar varias decenas de veces para poder zafar; 5) un día a Miranda Naón, un octogenario profesor de dactilografía que usaba polainas y encima era sordo, en medio de la clase comenzamos a gritarle "la hora", como resultado de lo cual volvimos al aula media hora antes; 6) a José Farga, mi profesor de historia de primer año, le hacía muy mal el polvillo de la tiza, por lo que pedía que por favor no borraran el pizarrón antes de su clase. Lo cual, como el lector comprenderá, implicaba que el pizarrón se borrara varias veces, y en una ocasión alguien ralló tiza sobre una escoba, que en un momento dado circuló a gran velocidad por debajo de una de las hileras de bancos, lo cual casi hizo desmayar al pobre profesor. Farga era viejo pero no idiota: se hizo el distraído al tomar el primer parcial (se puso a leer el diario), y luego nos tomó examen a todos a los que nos había puesto "10". La profesora de castellano Barderi contó un día en clase que muchos años antes Farga había sido un dandy.

[Ignacio "Inaki" González recuerda una anéctoda de la que participamos la profesora Barderi, él y yo. Hicimos tanto lío para contestar qué había de incorrecto en la expresión "prohibido subir o bajar del coche en movimiento" (¿que hay de incorrecto?), que nos echó a los dos, diciendo: "Ud., rubio malpelo (por González) y Ud. carita de ángel (por mí), vayan a tomar fresco afuera".]

Pero todo era una cuestión de medida: cuando en quinto año uno de los alumnos escribió una grosería referida a la celadora en un borrador, fue identificado y expulsado del colegio (en rigor, transferido a otro colegio por los pocos meses de clase que le faltaban).

No participaba de las travesuras colectivas (excepto una vez, en quinto año, en que -para ver cómo era- me hice la "rabona" con otros 4 alumnos, y nos fuimos a visitar la base aérea de Morón), pero una vez protagonicé una individual. Néstor ("Chiche") Bendersky necesitaba un "10" en anatomía (tercer año) para no irse a examen. Me ofrecí a dar lección por él. En la penúltima clase pedí para pasar (después de haber corrido la voz entre mis compañeros, no fuera cosa que algún distraído dijera "ese no es Bendersky, sino de Pablo"). El profesor me hizo una pregunta, la contesté mal... y me dijo de todo. Insistí en la última clase, respondí bien a todas las preguntas, y Bendersky se salvó.

[Le pido formalmente disculpas al profesor de anatomía, Dr. Garrido, por esta travesura. Al mismo tiempo dejo constancia que hasta hoy (1990) Bendersky no me pagó el almuerzo en el Palacio de la Papa Frita, que me había prometido.]

Una de estudiantes, que más que travesura es un acto de justicia, sucedió a propósito del mástil de la escuela. Hasta 1959 el mástil del comercial de Ramos era un palo erguido en la punta de uno de los edificios centrales (la construcción obligaba a que la bandera subiera y bajara en forma oblicua, más que vertical). Apoyando la iniciativa de uno de los empleados de maestranza (¿Pellegrini?), mi camada hizo una colecta con la cual se compró un mástil en serio. En la inauguración se descubrió una placa recordatoria, que dejaba explícita constancia del autor de la iniciativa. Pero como a las autoridades esto último no les gustó, retiraron la placa, la fundieron, colocaron otra en su lugar que reproducía el texto original pero sin el apellido de marras. Los estudiantes agregamos un pedazo de metal, con el apellido en cuestión, que también fue retirado por las autoridades. Entonces, antes de comenzar una "prehora" mis compañeros sacaron la placa y la tiraron. En otros términos: o con el nombre de quien tuvo la iniciativa, o nada.

Al finalizar los estudios no hubo viaje de egresados. Sí hubo baile de egresados, en Ezeiza, al cual no concurrí porque no sabía bailar. Es más; no sé bailar.

Mi promedio general en el comercial de Ramos fue de 8,11. Nunca "me llevé ninguna", y aprendí qué eran los exámenes cuando rendí cuarto año libre. educación democrática, en primer año, fue la única materia que aprobé con 7 puntos, en tanto que en Caligrafía de segundo año, Derecho comercial, Derecho administrativo y Estenografía, todas de quinto, me pusieron 10 puntos (en economía política saqué ¡9,66%!). Creo difícil descubrir una "vocación" implícita en mis calificaciones del colegio secundario.

C., por razones involuntarias, había perdido un año. A mediados de 1958, mientras yo cursaba tercer año, me habló de su proyecto de dar un año libre para recuperar. Me interesó, por deporte; como también les interesó a Riano y a Plá. Comenzamos, casi jugando y por las nuestras, a preparar materias libres (sólo recibí ayuda de una vecina, en el caso de taquigrafía, y de un muchacho de apellido Gallero en física y matemáticas). El resultado final fue que aprobé 8 materias en diciembre (de las 10 que rendí, y reprobé literatura y física) y el resto en marzo de 1959.


[Un compañero mío, de apellido Bernardez, rindió tercero y quinto libres, de modo que hizo el secundario en 3 años calendarios. Como dije antes, otra locura. La realidad me jugó una mala pasada. Mi tío Paco, para alentarme en el esfuerzo, me prometió que si aprobaba cuarto año libre me regalaría un tocadiscos Wincofon, muy popular en esa época. En diciembre de 1958 el Wincofon costaba m$s 1.800, pero como dije recién en marzo de 1959 completé la aprobación del año. Cuando fui a reclamar el merecido tocadiscos, me encontré que como consecuencia del comienzo de la política económica de Frondizi, su precio se había duplicado. todavía estoy esperando el Wincofon.]

Mi familia no tenía plata para comprarme los libros, ni siquiera usados. Estudié con libros prestados por una vecina, que tenía un kiosco en Ventura Bosch al 6600, cuya hija iba un año adelante. Y en 1958, mientras preparé cuarto ano libre, descubrí la biblioteca popular que funcionaba (¿funciona?) en Boquerón al 6700, de la cual hablé al describir el barrio.

Cumpliendo una promesa realizada en su campaña electoral, en 1958 Frondizi modificó la legislación para posibilitar el funcionamiento de las universidades privadas. La cuestión, conocida en su momento como educación "libre o laica", provocó reacciones. En el Comercial de Ramos Mejia, en vez de hacer discusiones adultas hicimos... huelga. Volví a clase entre los primeros que regresaron al aula, pero no tanto porque estuviera en favor de la enseñanza libre (aunque luego haría mi educación universitaria en la Universidad Católica), sino porque para mí era menos shoqueante ir a clase que participar en un movimiento de fuerza.

Mirando retrospectivamente, creo haber recibido muy buena educación secundaria en el "Comercial de Ramos Mejía", aunque tal como la que recibí en la escuela primaria, fue una educación abstracta, nada experimental.


Extraido de:
de Pablo, J. C. (1995): Apuntes a mitad de camino, Ediciones Macchi.



N de la R: Hemos tenido el inmenso gusto de contactar al Dr. Juan Carlos de Pablo, quien felicitó y agradeció la idea de esta página y nos autorizó a publicar este relato de su vida de su puño y letra. De Pablo ademas de ser un reconocido economista es autor de 36 libros, y - entre muchas actividades - es colaborador del Diario La Nación y revista Fortuna.


6 comentarios:

Anónimo dijo...

muy buen aporte, me asusto lo viejo que era el La Salle ya en esos años, yo termine en el 90 y los bancos eran los mismos descriptos aqui jaja

Anónimo dijo...

Gracias por la feliz emoción que me provocó la lectura del relato de Juan Carlos de Pablo. Pasé por la Escuela un par de años después, también las Ciencias Económicas, por motivos semejantes marcaron mi futuro. Un relato ejemplar.
Juan Carlos Fogarin
Egresado 1963

Unknown dijo...

Al comenzar a leer me di cuenta que somos del mismo año y eso hizo mas memorables sus palabras. Yo estaba entre las que recibía mensajes ocultos en el banco. Grande el homenje a los profesores SEÑORES educadores de esa época en la que por no haber libros disponibles dictaban los apuntes y daban Cátedra a quienes esperábamos sedientos sus conocimientos.
Egresada 1960

Unknown dijo...

Me hiciste lagrimear amigo...yo tambien ingrese en el 59
Alicia Filippini

Anónimo dijo...

Es increíble cuántas cosas se compartieron del La Salle (cuando no era La Salle)hasta hoy. Yo también pasé por Económicas de la UBA pero la que se recibió fue una de mis hermanas. en la familia hay SIETE egresados. Pastor Sastre también fue preceptor de mi tío. Él cree que egresó en el 55 o 56, mi mamá en el 51 y el resto 76, 80, 81, 82 y 89.
Gracias Juan Carlos por los recuerdos.

horacio colombo dijo...

Yo comparti los primeros años de Juan Carlos Depablo, luego se escapo dio creo 2 años libres era el mas inteligente, los hechos posteriores lo demostraron.lei todo con profunda emocion hoy 2010